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ESE INCIERTO DESTELLO

 

De una situación casi marginal – entre nosotros – la fotografía ha pasado en la última década a ocupar un espacio destacado y preferente en el contexto del arte y más esencialmente en el núcleo central de su mercado. Nada ni nadie puede cuestionar la extraordinaria presencia que, tanto en los círculos artísticos como en los medios de comunicación la fotografía protagoniza, pero este marcado protagonismo no puede dejar de ocultar la enorme multiplicidad de cuestionamientos y la enorme heterogeneidad de los límites en los que se desarrolla la práctica fotográfica como consecuencia de la propia naturaleza constitutiva de la fotografía que la convierte en una materia ambigua y esquiva. Reducir la fotografía al estricto cosmos del arte supondría dejarla huérfana de su propio desarrollo histórico y en manos tan sólo de las formas y la intención, y esto que pudiera parecer un excesivo reduccionismo, es lo que ocurre y está cada vez mas presente en el arte contemporáneo, pues más allá del arte, la fotografía se configura también en torno al tiempo y al espacio, dos elementos que siempre han estado y estarán en íntima relación con ella. Fijar el tiempo o establecer la presencia del pasado en tanto que formas en el espacio, desde la inmovilidad y rigidez de la imagen fotográfica constituyen atributos propios de la fotografía que nos permiten el detenernos en la contemplación del interior de aquélla sin otra escapatoria que la de la divagación de nuestra mirada ante la representación ficticia del mundo. Dejar a un lado estos dos aspectos de la naturaleza de la fotografía parece ser la estrategia que ha adoptado el mercado del arte respecto de ella, de suerte que toda producción fotográfica que se aleje de los mismos se acercará más al canon de obra de arte y por lo tanto encontrará mayor legitimación en el seno de ese propio mercado, en el que a modo de última voluntad del reo sólo es posible leer descriptivamente obra realizada en soporte fotográfico.

 

Es cierto que tradicionalmente se ha atribuido a la fotografía una incapacidad para disponer de naturaleza en tanto arte, toda vez que su génesis tecnológica, su vinculación a lo real y su inamovilidad la hacían quedar fuera de ese campo para permanecer en la esfera de la representación paradigmática y fidedigna de la realidad, pero no podemos olvidar que a lo largo del tiempo la fotografía se ha acercado al terreno de la teoría, de la crítica, de la filosofía y ha estallado en una práctica a veces desbordante y polifacética que ha confrontado, discutido y finalmente rebatido esa pretendida incapacidad. Para quienes hemos podido compartir con ella ese tiempo, esa es una cuestión que asumimos sin mayor trascendencia y relevancia pues hemos creído más en el autor que en los elementos y materiales que utilizase para expresarse, y aunque esta cuestión pudiera parecer superada, no parece superflua su puesta en escena si observamos y constatamos la absoluta incapacidad del mundo del arte actual para tratar de conocer, no sólo la producción histórica y contemporánea, sino – lo que resulta aún más deprimente – los fundamentos teóricos y críticos de la fotografía, en una actitud de simple desprecio hacia su trayectoria y evolución.

 

Siempre me he inclinado por entender la fotografía como expresión del pensamiento, en tanto palabra de una forma de lenguaje propiamente artístico. Siempre he creído en la capacidad de la fotografía para la ficción, el relato, la narración y la alegoría. Siempre he creído en su disponibilidad para ofrecernos estructuras semánticas sensibles ocultas en la propia imagen que no nos presentan el mundo real tal y como es, sino que nos proponen un paseo por la frontera que media entre la vigilia y el sueño, entre las luces y las sombras, entre la opacidad y la transparencia.

 

En realidad, en la propia inamovilidad de la imagen fotográfica se encuentra su incapacidad para representar fielmente el mundo, tal y como a lo largo de tantos años de pensamiento lógico y cartesiano se nos ha querido hacer ver, porque es precisamente en esa rigidez donde se halla su predisposición para la deriva imaginativa y poética.

 

En los últimos tiempos hemos asistido a la aceptación casi generalizada de estas capacidades dentro de la fotografía al amparo del vértigo impuesto por el mercado del arte, pero en la vieja historia de la fotografía se pueden encontrar innumerables ejemplos de que esta reciente aceptación comporta, además de un ejercicio de ignorancia, una clara injusticia en la consideración y valoración de gran número de magníficas obras fotográficas.

 

Durante años he ejercido como una especie de buscador de tesoros escondidos y ocultos empeñado en la búsqueda de imágenes fotográficas que me produjeran un atenazante placer estético. Algunas pocas veces me he encontrado con algunos tesoros y otras muchas me he tropezado con lo que simplemente eran bellas manufacturas. En ocasiones he organizado mis pesquisas al amparo de los propios eventos en los que se desarrolla y organiza el medio y en otras, ha sido el viento del azar el que me ha puesto en la pista de esas raras joyas.

 

Hace años recibí un soplo fortuito de ese azar que me hizo abrir todos los sentidos y agudizar la mirada. En el año 1996 y derivado hacia mi por otro profesional del medio, conocedor de mi empeño en hacer un pequeño ciclo de exposiciones con obras inéditas nunca expuestas, tuve por primera vez contacto con algunas de las imágenes de la presente obra. En aquel entonces – como ahora – me atraparon su aparente desorden compositivo, en realidad rigor y orden, el guiño irónico y a veces melancólico de las coincidencias que en ellas se podía atisbar, la densa luz de sus sombras, el despojo de todo lo superfluo y la búsqueda constante, aunque imperceptible, de la belleza en el orden natural de las cosas. Cuando tanto tiempo después supe que el autor quería que me ocupara de su proyecto, me supe partícipe, no tanto de una exposición y un libro, como de ser una parte más del azaroso y vasto compromiso en el que el autor llevaba empeñado tantos años, porque odiseas es un relato que se construye a lo largo de veinte años, es un trayecto a lo largo de muchas ciudades y países de nuestro planeta, un vasto viaje a ninguna parte en busca de lo desconocido. No se trata de un viaje hacia algo tangible y real, sino hacia el encuentro mismo de lo que sólo es posible reconocer cuando se encuentra. No estamos en presencia de la búsqueda de la diferencia en  un todo uniforme y unitario, sino más bien del incierto destello que ilumina un instante de armonía en el conjunto de las cosas. En esa búsqueda de lo desconocido y de la efímera armonía del mundo, Juan Rodríguez no se convirtió en viajero arropado de un instrumento constatador de recuerdos y memorias que pudiera atestiguar su presencia aquí o allá, es tan sólo un mero intermediario de vivencias azarosas y fortuitas que le convirtieron en simple gestor de cada momento presente.

 

Resulta turbadora la capacidad de sus imágenes para no concedernos indicio alguno de lugar, fecha o época, a la vez que extraordinaria su facultad para encerrar en sí mismas una historia con principio, nudo y desenlace, como si se tratara de fotogramas aislados del celuloide de una película cinematográfica constituidas en piezas únicas, extrañamente bellas, perturbadoramente misteriosas en las que parece – a la vez – que todo ha sucedido y todo está por suceder. De nuevo la inamovilidad de la imagen, de nuevo esa detención que nos permite establecer la conexión entre la forma, la intención, el tiempo y el espacio. Una conexión que cuando acontece – como en el caso de odiseas – establece una simbiosis única y mágica que da a luz un reclamo sensual, de súbita atención, de punzante imposibilidad de volver la vista hacia otro lado, de sublime estado de placer que inunda el espíritu en una especie de marea que te aleja de la razón y del intelecto para posarte levemente en el centro del alma. Tal vez en esto consista el arte, al menos a mi me lo parece.

 

Hace unos años, a un veterano colega francés, amigo también, le oí responder una pregunta que le formulaba una joven fotógrafa en medio de una exposición como si deseara conocer el secreto de sus juicios críticos: “¿qué le interesa a usted de una fotografía cuando la mira?”, mi amigo con su siempre estudiada pose de displicencia que delata en él una intervención seria y auténtica no tardó ni un segundo en responderle: “solamente me interesa que me guste”. Nunca estuve más de acuerdo con él.

 

 

Francisco González Fernández